La Homilía en la Evangelii Gaudium

“La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”. Con esta verdad, que los cristianos hemos experimentado y experimentamos con frecuencia, por la Gracia de Dios, comienza la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium sobre el anuncio del Evangelio que el Papa Francisco nos regaló en el año 2013, primero de su Pontificado. En ella señala las líneas de renovación que desea para la Iglesia en el contexto de los desafíos del mundo contemporáneo, y dedica dos apartados, el segundo y el tercero del capítulo segundo, a la homilía.

En primer lugar, destaca un dato que a veces los sacerdotes pasan por alto, y es que los fieles sí que le dan mucha importancia a la homilía. Incluso, como ya comentamos en otra entrada de este blog , con más frecuencia de lo que creemos eligen ir a una celebración o a otra dependiendo de que el predicador tenga el don de llegar o no a sus corazones. A veces se da el caso, que resulta triste, de que los fieles prefieren una Misa de diario sin homilía, o una en la que sea casi nula, porque tienen la experiencia repetida de que la predicación de los sacerdotes no les aporta nada.

Sin embargo, “la homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu (…), una fuente constante de renovación y de crecimiento”. De hecho, cuando encontramos a un sacerdote que consigue hacer que la Palabra florezca en nuestras almas, cuando nos acerca al Señor, lo consideramos un don al que no queremos renunciar.

Hay que recordar que la homilía, no siendo un sacramento, es una ocasión para la comunicación con Dios. No es solo un discurso del sacerdote, sino una oportunidad de que el Señor se vale para acercarse a su pueblo. El predicador se entrega para que esta Gracia pueda tener lugar. San Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Dies Domini (41) la señala como un “diálogo de Dios con Su pueblo”, que está situada antes de la Profesión de Fe y la Oración universal, es decir, antes de la respuesta de los fieles a la proclamación de la Palabra de Dios que da paso al centro de la Liturgia: la consagración.

Este contexto es fundamental, porque nos ayuda a comprender que la homilía, incluso si nos encontramos en una celebración con una gran presencia de niños, no busca ser entretenimiento ni espectáculo, y tampoco pretende ser una clase de Teología. La clave está en la síntesis. No es preciso explicarlo todo, sino aquello que el Espíritu nos haya sugerido en la preparación.

Por otra parte, se dirige a un pueblo, a uno concreto, y no puede ser la misma si estamos en un contexto cultural o en otro, en una época o en otra, ante una audiencia o ante otra muy distinta. Como su objetivo es llegar al corazón y mover al ser humano por entero hacia Cristo, la predicación se prepara y se comunica atendiendo al pueblo que nos escucha, huyendo de la pretensión de ser brillante o de cualquier vanagloria personal.

En este sentido, el Papa también presta una atención especial a su duración. Por muy buen orador que sea el sacerdote, aunque fuese capaz de mantener la atención de los fieles durante horas, el tiempo de la homilía debe estar adaptado al contexto de la liturgia para evitar darle demasiada importancia (o quitársela). Hay que pensar que no es una predicación cualquiera. Se encuentra dentro de la Eucaristía y debe estar orientada a que sea esta, es decir, el Señor derramando su Gracia en la celebración, el que transforme la vida. La homilía es, por lo tanto, un medio del que se sirve Dios, y el tiempo que le dedicamos debe estar prudentemente valorado.

Predicar es, pues, un servicio a Dios que realizamos para Su Iglesia, y que debe hacerse en comunión con el obispo con el Papa y con la Iglesia universal. Ha de ser, pues, moderada por estas consideraciones, y siempre con el pensamiento, insistimos, de que sea ocasión para que el Señor se comunique con su pueblo a través del sacerdote.

En conclusión, en la homilía “la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia” (142).

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